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El otro día, viendo unas fotos antiguas, me di cuenta de cómo ser asidua fan de la moda puede acarrearte consecuencias dañinas a largo plazo. No es que me arrepienta de haber intentado seguir los dictados de la moda, pero los daños retinianos de algunas de las imágenes me han hecho pensar y decidirme a hacer una confesión:

Sí, se llevaba y sí, yo lo llevé. A saber:

Hombreras: me da igual que digan que vienen con fuerza. En su momento no me las quitaba pero me niego a volver a colocármelas. Las llevaba con todo: camisetas, camisas, jerseis, incluso con el chándal del colegio. Tenían que ser enormes y nos convertían sin remedio en jugadoras de rugby. Y lo peor es que no concebíamos ninguna prenda sin ellas.

Pantalones vaqueros lavados a la nieve: las costuras exteriores eran oscuras, pero el lavado a la nieve hacía un efecto en el interior del pantalón como si hubiera nevado ácido sobre la tela y lo hubiera dejado descolorido, casi blanco. Supliqué y supliqué hasta que conseguí unos y he de confesar que tuve el kit completo: pantalón, cazadora e incluso mochila.

Camisetas XXXXXL: no era suficiente con que quedaran amplias, tenían que ser gigantescas, con un largo casi por la rodilla y con las mangas cubriendo prácticamente los codos (y hablo de camisetas de manga corta). Para que quedaran estupendas, tenían que incluir las hombreras, claro.

Combo jersey de rayas anchas + falda de maxipana: el jersey era enorme, por supuesto, con unas rayas que bien podían ser azul y rosa, rosa y gris o azul y verde. Dependiendo del color de las rayas, así sería la minifalda, que tenía que quedar por encima de la rodilla y ser de una pana anchísima. Eras lo más si a el conjunto le unías unos leotardos del color de la falda. De lo más favorecedor.

Zapatillas Victoria sin cordones: recuerdo que cuando salí de casa, mi madre me miró horrorizada los pies y exclamó “¡Nena, te has dejado los cordones en casa!”. Y yo le repliqué “No mama, si es que se llevan así”. Excuso explicar la mirada que me lanzó mi madre. Y yo tan feliz y tan moderna.

Zapatos de Frankestein: los más pudientes llevaban las Doc Martens, pero los demás, nos apañábamos con una copia cutre y zapatil. Si te los ponías con falda y medias, no había nadie más in que tú en todo el barrio.

Mochilas XXS: Si todo lo demás era enorme, la mochila era minúscula. Quedaba ahí, como un bultito insignificante en la espalda y tenías que apretujar todo lo que querías meter en un espacio ínfimo. El summum de la modernidad eran las que tenían estampado de ositos y había que llevarlas únicamente colgadas de un hombro.

Veinte llaveros para una llave: En una oda a la enormidad, también los llaveros eran extremos, y cuántos más llevaras, mejor. Quedaba guay llevar las llaves dentro del bolsillo del pantalón (lavado a la nieve, por supuesto) y los llaveros colgando hasta la mitad de la pierna. Si tenías un hermano menor, incluso podías corgarte su chupete o su zapatito, aunque esto era siempre en la versión más pija.

Tupés+permanente: En mi primer día de instituto, vi a una chica permanentada con el tupé más grande que había visto en mi vida. Y yo pensé, “Yo también quiero”. Contaba con la ventaja de tener el pelo rizado, pero mi delirio me llevó a hacerme una permanente llamada ricci, que consistía en unos ricitos minúculos y que encogía el pelo hasta el punto de que llegué  a parecer el sexto miembro de los Jackson Five. Tardó tanto en crecer, que si observo mi pelo con detenimiento, yo creo que aún quedan restos de la permanente ricci. Para conseguir el tupé, invertí mi economía en laca, así que puedo decir orgullosa que yo fui antes que Tamara (la mala), y que contribuí a abrir el agujero de ozono como la que más. Yo creo que desde entonces, Al Gore me mira raro.

Como en la moda no se puede nunca decir que no llevaré tal o cual cosa, me cuido muy mucho de jurar que nunca volveré a repetir estos desastres estéticos, pero casi podría prometerlo. Casi.

¡Feliz martes!