Cuando llega el verano, las mujeres nos dividimos en dos universos, dependiendo de cómo vistamos. Por un lado están las mujeres de vestido, tan frescos y cómodos y que hacen el vestirse cada mañana un acto sencillo, y las de falda y/o pantalón y camisa o blusa o camiseta, esas mujeres complicadas, dispuestas a pasar más calor del necesario y que tienen que pensar en combinaciones de prendas, además de tener que combinar los complementos.

Efectivamente, yo soy de las segundas. Y no por elección propia. No porque me guste pasar calor con pantalones, ni tener una prenda apretándome la cintura. Tampoco es que me guste complicarme especialmente la vida teniendo que elegir entre más ropa.

Es que no encuentro un vestido que me siente bien. Es tan triste y sincero como esto.

Los años no pasan en balde y una va acumulando pieles flácidas y kilos de más precisamente en los lugares menos hermosos de la anatomía humana, y claro, así no hay valiente que encuentre un vestido fresco y mono con el que se sienta realizada como mujer y ser humano caluroso. Y entre esto y mi nula vida social (siempre, pero más aún en verano), van pasando los meses de calor y esquivo como puedo el momento de ir de tiendas y frustrarme.

Y ojo, que yo me quiero bastante, y no tengo ni traumas ni nada parecido, pero quizás precisamente por eso, me calzo una falda con un poco de vuelo y una blusa holgada y me siento la reina del mambo. ¿Para que voy a sufrir buscando un vestido?

Pero como una no puede por menos que complicarse la vida, me he propuesto buscar EL VESTIDO PERFECTO. Así, con mayúsculas, y negrita. Tengo que reconocer que el verano se me ha adelantado y mi propuesta se me ha venido un poco encima, pero no desisto. También es verdad que ya me lo he propuesto con anterioridad y no ha salido muy bien, pero si no me reto algo, parece que no vivo feliz.

Prometo informar sobre mi búsqueda. Éxitos y fracasos incluidos.