Cuando Gabriel conoció a Leonor ambos eran poco más que unos críos. Pero en la época en la que ellos nacieron estaba de más un largo noviazgo y pronto se casaron. Comenzaron a tener hijos, llegando hasta nueve y dedicaron su vida a quererse y a querer a su familia. Se querían del modo en que se quieren los complementarios: ella, de carácter fuerte, él de carácter dócil.

Estuvieron enamorados hasta el último día. Hasta tal punto se querían, que cuando Leonor le dijo a Gabriel que quizás sería mejor dormir en camas separadas, teniendo en cuenta su edad, Gabriel lloró como un niño.

La fuerza de Leonor y la dulzura de Gabriel, consiguieron atar un lazo al que se asieron todos los hijos, todas las hijas, todos los yernos, todas las nueras, todos los nietos, todas la nietas. Más allá de rivalidades familiares, Leonor y Gabriel tuvieron siempre a su alrededor a su familia.

Vivieron juntos setenta y cuatro años y un día, la llama de Leonor se apagó. Ese día, Gabriel murió un poco. Como persona de fe, comprendió que su vida estaba en manos ajenas y que debía estar aquí hasta que llegara el final de sus días. Pero la compañera había partido y Gabriel decía que, aún rodeado de toda la familia (el lazo aún era fuerte) ya no tenía a quién contar sus cosas.

Ayer, veinte de enero, la llama de Gabriel también se apagó. Murió como había vivido, sin hacer ruido. En su fe, él confiaba en encontrarse con su amado Dios. El resto esperaban que tras un “hasta luego” volviera a coger de la mano a su amada Leonor.

Gabriel era mi abuelo y ayer nos dejó. Hoy yo también siento que he muerto un poco. Sólo espero que al menos, esto no sea el final del lazo de amor de esta gran familia.